lunes, 6 de abril de 2009

A 79 años del Nacimiento de La Señora Celeste Mendoza de Cuba

Celeste Mendoza: la Reina de la gracia y del guaguancó a 79 Años de su Nacimiento y aun Nadie se salva de su Rumba .... Vengaseeeee !!!!

Escrito por el Periodista Alfonso Quiñones de Diario Libre

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Fue una mulata total, con cuerpo de sirena, al menos eso dicen las fotos de los años cincuenta, cuando apareció en el panorama musical cubano. Era el guaguancó hecho cuerpo de mujer. Aquel cuerpo escultural le había dado la voz al guaguancó y le había dado su cabeza y su gracia para llevar la corona de Reina.

Celeste Mendoza había nacido el 6 de abril de 1930 en el barrio de Los Hoyos, en Santiago de Cuba y a los 18 años su familia la había llevado a La Habana, donde había ganado un concurso radial de talentos, luego entró al Cuerpo de baile del famoso cabaret Tropicana. Fue allí donde se impuso con su manera única de interpretar los ritmos cubanos, acentuando determinadas vocales, como si transmitiera una furia ancestral, una ira de dioses que la acompañaron hasta su último suspiro. Había grabado su primer disco con Gema Record a los 25 años de edad: “Besos brujos” y “Que me castigue Dios”. Todo un éxito.

Desde que te conozco

me haz hecho mucho daño…

cantaba Celeste, y después:

…Y si vuelvo contigo

que me castigue Dios…

(para seguir leyendo hacer click en el título)

Cuando la vi por primera vez, a fines de la década del 80, con un turbante azul celeste en la cabeza, paseándose oronda por la calle Línea, todas las glorias de aquel cuerpo de mulata despampanante habían pasado. Pero seguía siendo La Reina del Guaguancó, puro temperamento y pura simpatía.

Fuimos amigos pocos años después, ya en la década del noventa, gracias a Calixto Alcaide, cuya oficina en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, quedaba contigua a la mía. Cuando llegaba Celeste se formaba el alboroto. Hablaba alto y se pavoneaba como si fuese no La reina del Guaguancó, sino la Reina de Inglaterra. A veces era chocante, agresiva; pero el buen observador podía descubrir fácilmente que todo aquello era actuación, un caparazón para tapar la soledad en que vivía y el terror al olvido que llegaba a tocarle la puerta.

Su mamá, muy anciana, estaba enferma, poco tiempo después moriría y ya Celeste no se recuperaría de ese golpe. Tampoco de otro golpe certero y mal intencionado: el del hijo, un muchacho que había recogido de la calle y que le hacía la vida imposible hasta tal punto, que había tenido que darle la estufa y la nevera. Celeste venía a la oficina de Calixto, penando porque le ayudaran a resolver su situación, en poco tiempo se le compró un refrigerador nuevo.

A esas alturas de la vida Celeste le daba duro al ron, en la mismísima costura, mucho más que lo que le diera antes. Y a Celeste le daba duro el asma, en la mismísima costura, mucho más que nunca antes. Nuestros autos eran los que corrían con ella a los hospitales.

Labios gruesos, ojos salientes que antes habían sido achinados, cuello alto, como gacela convertida en deidad, caderas anchas, sonrisa que a veces se convertía en un rictus. Carcajada sonora, abrasadora, como un flashazo de Dios o un trueno rebelde en día soleado. Gracia natural para reinar en el escenario, para contonearse por las aceras del Vedado, para llevar aquellos turbantes que parecían querer romper la ley de la gravedad.

La visité en en su apartamento del piso 18 en el edifico de Línea y F. Vivía sola, rodeada de sus santos y del polvo del recuerdo. Una de las habitaciones parecía un museo, con cortinaje de tela de Damasco rojo, alfombra, un piano de media cola, un tocadiscos de los años cincuenta y dos o tres carteles anunciando actuaciones de la Reina. Hasta aquel piso 18 del edificio de Línea y F sólo llegábamos unos pocos a esas alturas de su vida, pero antes había sido asiduo visitante el mismísimo Bárbaro del Ritmo, el Benny, a quien ella quería como un hermano.

Me contaba Celeste que el Benny llegaba hasta allí como si fuese su casa, a las 2:00 ó las 3:00 de la madrugada, y a esa hora se ponían a descargar y a darse tragos y ella a cocinar, que tenía buena mano para eso.

“Mira ven a almorzar mañana, mi gordi”, me decía Celeste. Y cuando llegaba era almuerzo para uno. “Estoy desganada” me decía. Pero yo sabía que el ron solicitaba sus atenciones. Casi siempre me recibía con pollo horneado y papas a la francesa. Luego me regalaba un paisaje del Vedado desde su atalaya y me sentaba en la terraza de su apartamento a admirar las matas que tenía sembradas en unos cuantos tiestos.

En un segundo plano se escuchaba un guaguancó y yo le decía: “Celes, ponme a Chencha la gamba”. Se quejaba que el tocadiscos ya no funcionaba. Y que solo contaba con aquella reproductora que le había regalado el Tosco o que gracias al Tosco se había agenciado, pues él había efectuado su último rescate, integrándola en un disco y espectáculo que habían presentado en Inglaterra, junto a Omara Portuondo y a Beatriz Márquez.

En Cuba, Celeste Mendoza trabajó en cabarés, radio, televisión y realizó giras artísticas por Puerto Rico, Francia, Inglaterra, España, México, Venezuela, la antigua Unión Soviética y Japón, entre otros países. En la televisión aparece a cada rato en un cinescopio de los cincuenta o los sesenta, adueñándose de la escena del Cabaret Parisien del Hotel Nacional. Hace poco Gilberto Santa Rosa me preguntó por Celeste Mendoza y cuando le conté su final, lamentó mucho su muerte, dijo que era una de las grandes de todos los tiempos.

Supe que ya Celeste no iba a estar cuando regresara, mientras me encontraba de viaje por países africanos y no tuve a quien pasarle un telegrama de condolencia, a no ser a Calixto a quien ella quería como a un hijo o a mí mismo, que sé me quiso sinceramente. Era el 23 de noviembre de 1998. “Yo le pido a mis santos por ti, mi rey”, me decía. Cuando regresé a Cuba fue mi debacle. Ahora comprendo que es que me faltaba aquella mujer que hablaba con los dioses de tú a tú o que llamaba al teléfono del presidente del gobierno para comentar cualquier cosa y del lado allá le contestaban. La misma que recibía aquellos hermosos arreglos florales enviados por Fidel y Raúl Castro los 6 de abril de cada año.

Sin embargo, fue tanta su soledad que los vecinos descubrieron su cadáver por el mal olor, llevaba varios días muerta en aquel apartamento donde reinaban el polvo del recuerdo y sus santos, con quienes ella conversaba como si fuesen familiares, para sentirse acompañada.

Cuando pasaba por los bajos de su edificio y miraba hacia arriba, hacia los cristales de su terraza, buscaba algún reflejo del sol me diera la señal de que la Celes había regresado.

Yo la creo capaz de cualquier cosa: es que esa mulata se gastaba un genio, pero tenía tanta gracia, que sería capaz de convencer al mismo Dios de enviarla de vuelta, a joder un poco los teléfonos de todas las oficinas oficiales de La Habana.

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